29 July 2006

La Misma Arena (En Proceso)

La Misma Arena

Fue apenas hoy que me di cuenta de todos los lugares en los que alguna vez olvidé un paquete de Delicados. Extraño mucho el sabor de esos doce rollos de papel arroz rellenos de tabaco y sin filtro que están hechos “Para gente diferente”. Mi diferencia para fumarlos era pues un impulso que me hacía comprar una cajetilla, fumar un par de cigarros y después dejarlos ocultos debajo del asiento para que Ramón no me pidiera uno luego de que se subiera al carro; asegurarlos entre la visera y el techo del auto para alcanzarlos pronto si el antojo me agarraba manejando en la autopista; meterlos a la guantera para no dejarlos siquiera a la vista de cualquiera que anduviera rompiendo las ventanas de los autos para sacar lo que sea; o dejarlos bajo la palanca del freno de mano cuando me quedaba absorto en alguna canción, la repetía tres o cuatro veces, y luego me olvidaba de mis Delicados. Más de una vez llegué a encontrar cajetillas sin abrir en los compartimientos de las puertas, debajo de los asientos o hasta en la cajuela. Mi felicidad raspaba la garganta cuando podía deleitarme con cada uno de esos cigarros viejos que eran novedad para mí por algunas horas; luego los olvidaba otra vez. A pesar de mis frecuentes hallazgos, nunca tomé en cuenta que casi en cualquier rincón de mi auto llegué a descubrir tabaco. Por lo menos no hasta ahora que recorro a tientas asientos y tapetes buscando teléfono, libreta y pluma, y sólo recojo polvo de tabaco enredado entre pelusa.

Continúo con tiempo desfavorable esta crónica de sudor y garganta seca. Van ocho horas de ida y vuelta en el desierto, y no puedo más que medir la jornada en los cigarros que no puedo fumarme y que coquetean recurrentemente con mi abstinencia impuesta hace ocho meses. Es una combinación de tiempos que se conjugan en la daga recorriendo cada vez con más presión mis vértebras. A veces mis dedos tiemblan llenos de ansiedad sobre el volante o cuando escribo algo en mi libreta. Estoy seguro de que un tabaquito le vendría muy bien a esa molestia. Pero por aquí no se ve un lugar en el que se pueda comprar algo. Además me prometí no más humo. No hasta que se acabe el año. Así que mejor pienso que estoy bien. Sólo que el camino es muy largo, muy aburrido. Y luego está el sudor. Las gotas resbalan en diferentes rutas que inician en el cuello o en el pecho y terminan siempre mojando la pretina del pantalón. Ya no sé si siento o no siento nada. Van ocho horas de recorrer el mismo desierto de ida y vuelta sobre la carretera NM9. Viajar al menos una vez por ella es aprendérsela de memoria. Llevo ya media docena de recorridos a lo largo de este tedio árido, y lo único que puedo pensar es que estoy en una especie de ping pong de raquetazos retardados: en cuanto veo la torre de agua en Columbus me salgo del camino, doy la vuelta, y regreso hasta el letrero que anuncia la próxima llegada a Texas. La recta de pavimento corta a un desierto que me traga de la misma manera en la que devora al agua en los días de lluvia. No dura mucho esa temporada. El camino parece manda. A lo largo de él corre el alambre de púas de las rancherías que están justo en la frontera de Nuevo México con Chihuahua. Siempre que me topo con una entrada en la terracería me clavo en ella para ver si doy con alguien, con quien sea. Avanzo unos minutos. Después me bajo del carro y sigo a pie mientras grito, “¿Alguien necesita agua? ¿Están todos bien?” Nunca hay quien responda. Estoy quieto; parado sobre una loma de arena uno, dos, cinco, diez minutos, busco que algo se mueva. “Soy amigo”. Sólo el aire que muy a veces se da la vuelta por este lugar mueve algún matorral y levanta un murmullo de arena. Regreso al carro y veo que debajo de unos mezquites se asoman de entre la arena bolsas y botellas de plástico, y una lata que aún conserva jirones de una etiqueta en la que se alcanza a leer: Sardinas Dolores.

Antes de subir al vehículo me busco en la bolsa. No traigo cigarros. Bueno, a lo mejor en el auto. Ya a bordo del coche sólo pienso en encontrar la libreta. Cuando la hallo, escribo una vez más “Aquí no hay nadie”. Le doy una hojeada a mis notas, o más bien cuento cuántas veces he repetido ese mismo enunciado. Repaso las páginas y caen unos granos de tabaco viejo sobre mi pantalón. Las yemas de mis dedos también se prenden de un poco de ese polvo. Dejo la libreta a un lado y contemplo la tranquila inmensidad de toda esa marea de arena. Dos nubes buscan a qué hacerle sombra, pero pronto se dan cuenta que es mejor huir de ahí; comienzan su marcha tan aprisa que pronto se hacen cuatro, luego ocho y después ya nada. Enciendo el carro y salgo en reversa. No sé para qué dejé de fumar.

Ruedo sobre la carretera una vez más. Ni siquiera me fijé qué dirección he tomado.

Columbus se va acercando una vez más y comienzo a pensar que el viaje ha sido en vano. Una camioneta viene de allá, se va y se pierde en mi retrovisor. ¿Será de los Minutemen? No me he topado con ellos en esta carretera que se supone estarían vigilando. Son un grupo casi olvidado que alega cargar naranjas y agua para ayudar a cualquier “necesitado” que se encuentren en el camino, según dicen. A veces están parados a un lado de la carretera buscando con binoculares a uno de ellos, con apenas uno que encuentren... Clifford Alford comenzó a rodar casi a la misma hora que yo lo hice, según descubro cuando iniciamos nuestra plática. Una camioneta pasa y baja la velocidad al vernos. Alford asiente un saludo y la camioneta sigue de largo hacia el oeste. “La migración es un problema que nuestros gobiernos no han sabido resolbla bla bla...”. Y así se sigue recitando un guión bien aprendido por varios minutos. Algunas preguntas le hago, pero hay poco que necesite de él. Casi no me doy cuenta que de vez en cuando él me incluye en su nosotros: “We, the people of this country” “Like you and me, the citizens”.Después saco la cámara y le pido que pose para unas fotos. Regresé a El Paso después de doce horas de sólo dar vueltas y no encontrar absolutamente nada.

Faltan diez para las diez del viernes por la noche. Ella me está hablando de algo que le pasó en la semana, pero yo no puedo dejar de pensar en Delicados. La barra del bar es larguísima, más cuando está vacía. Ya no la quiero ver—a ella—. A lo mejor trae cigarros. Pero seguro los que trae no son Delicados, o ya de menos lo que sea sin filtro.

27 July 2006

Ya va a amanecer. Chale

La lección del día fue: cambia de pinche vida porque la que tienes es demasiado perfecta. Llegué tarde al trabajo otra vez y ni cuenta se dieron, o eso pienso yo y a lo mejor ya me las están juntando. La nota de los paleteros fluyó chida y la otra de migración va cayendo poco a poquito. El pedo es que me faltan los testimonios de las personas que me ayudarán a conectar el kit en esta región. Si no los consigo mañana, ya me chingué. Pero los voy a conseguir, soy demasiado cabrón. ¡Ah, esa es otra! Ando en argentino-mode y ni yo me aguanto. No sé que pedo. A lo mejor no se han dado cuenta, pero hoy hablo puras mamadas. Gran cambio entre ayer y... ayer... Porque hoy ya no es ayer, aunque si lo será mañana. ¡Ya ven! Ahora me creo intelectual. Soy mero mercachifle de ideas, como muchos que conozco y que sigo conociendo.

El pinche martes me la pasé de la verga, nada me salió y hasta pedí paro para que me aguantaran con las notas. Bueno, lo hicieron y de ahí todo fue mejor. Ayer miércoles me la pasé al puro centavo, y en el jale volvieron a publicarme en portada. Mañana viene otra buena. A ver si pega la culera. La chingadera es que ya mero me amanece y no puedo pegar pestaña. Y Syd, bien gracias, culero. No he hecho nada. Bueno. Le di al jalisco. Pero a lo mío no le he pegado. Para el fin de semana tengo que acabar unos escritos para concurso y mandar fotos para lo mismo. Esa lana me hace un chiiiiiingo de falta. Voy a intentar dormir. No quiero fingir que soy interesante, así que hoy no hablo de política ni de lo que está en las noticias.... (Si lo hice)

26 July 2006

Chale, ya va a amanecer...

¿Qué se hace cuando no se puede dormir? ¿Cuentas borreguitos? ¿Te revuelcas en la cama? ¿Piensas que por cada minuto que pasa dejarás de hacer algo en tu lista de pendientes del día siguiente? ¿Le pides a mamá que te cuente un cuento? ¿Chaquetita y a dormir? Creo que eso y más he intentado. De hecho algunas cosas más que otras, y declaro que a cada acción de éstas le corresponde su respectiva variante. En eso estoy precisamente a los pocos minutos que faltan para las tres de la mañana de este veinti-no-sé-qué de julio. Syd Barrett se murió y muchos textos lo revivieron (o lo enterraron, según la perspectiva y la gramática) y yo me sigo preguntando por dónde darle a mi trabajo acerca de él. No es mi héroe. No es mi santo. Y creo que si él hubiera estado en mi salón de la prepa nunca nos hubiéramos hablado. Aunque estoy seguro de que hubiera habido cierta admiración mutua. Yo lo vería como un buen artista y él seguro vería en mí al pendejo más sobrevaluado de la generación. ¡Bah! Ya comencé otra vez a sacar mis complejos. Como el de que se me cae el cabello. De hecho nomás no me crece desde hace tres meses; sigue debajo de mis orejas y arriba de mi espalda. Y científicamente se dice que cada día perdemos seis cabellos. Yo estoy seguro que el rastro que mi cabellera deja en mi almohada, en la ducha y en mi ropa sobrepasa la media decena fácilmente, pero Adriana dice que son figuraciones mías. Volvamos a Syd. Viendo en mis borradores, me doy cuenta que ya van doce días que no le pongo a ese jale. No es que le quiera rendir tributo: el guitarrista ya se murió y poco le puede importar cualquier posteridad. ¿Será que creo que vale la pena hacerlo? Que valga la pena es lo mismo que ese cenotafio que me rehúso a construir. ¡A la chingada! Son mis reglas y me gusta quebrantar cualquier tipo de autoridad siempre por los medios del rocanrol. A ver qué chingados se me ocurre mañana. ¡Puta! A lo mejor mañana no me da tiempo. Se me hace que me voy a levantar tarde porque hoy no puedo dormir. ¿Cómo estará de cabrón el pedo que ya hasta me puse a escribir? Ojalá alguien me pudiera prestar un sueño, mucha falta me va a hacer mañana.