23 December 2007

Dificultades de la memoria

Jacinto Rivera quiso recordar los "días felices" de su infancia y adolescencia. No pudo. Dudó siquiera haber vivido esos momentos que en verdad lo hacían feliz cuando los traía de vuelta a la mente. Le pareció ridículo siquiera cuestionarse eso. Así que inseguro de su memoria se atuvo a la certeza de haber vivido esos días y sonrió al estar seguro que todo eso había pasado.

Un ejercicio para recuperar el ritmo

Por fin encontró lo que necesitaba en ese día de mierda: una mandarina dulce entre todas las amargas e insípidas que compró la noche anterior en el modesto mercado de la esquina que vende a precios nada modestos—lo que se ahorra uno en distancia, pensó, se lo gasta uno en flojera. Le irritaba la lluvia y el no poder salir. Sentado a la mesa, mientras pelaba la mandarina, recordaba salir del mercado, caminar hacia el bar que está a tres cuadras, sentir las primeras gotas caer, recapacitar y dar la vuelta camino a casa. Se excusó a si mismo primero pensando que sería ridículo llegar a la barra, dirigirse a la joven que atiende el lugar con esa sonrisa que tanto le acalambra la compostura para pedirle una cerveza y beber mientras la bolsa de mandarinas posaba tranquilamente a un lado de su vaso. Si, era estúpido a veces en sus conjeturas y especulaciones de futuros nunca llegados. Abandonó ese pensamiento—aunque decidió no olvidarse de la sonrisa—y se descubrió como un perfecto cobarde al acertar que la verdadera razón por la que no caminó al bar cuando comenzó a llover fue el temor a resfriarse. Sí, era pánico lo que le tenía al chorro incontenible escurriendo de su nariz mientras respiraba a bocanadas y el dolor en su espalda lo quebraba en la banqueta, en la silla o en el baño. Además le chocaban las sopitas y los caldos que le querían inyectar sus tías siempre que se enfermaba. No servían. Estaba comprobado. De todos modos eso no pasó esta vez y en realidad no recordaba alguna ocasión en que un resfriado lo hubiera quebrado—la verdad es que mamá siempre lo arropó bien y en raras ocasiones se enfermó.

Así que volvió a la mandarina. La peló, le quitó cada una de las tiras blancas que quedan agarradas a los gajos. Su pensar y su mirada se fijaron en las semillas. Presionaba cada pedazo y hacía que el huesito se paseara de un lado a otro dentro de la membrana. Y pensaba en el hijo que se le venía encima y en la mujer que lo tendría y no sabía si salir corriendo y perderse en las calles de la ciudad o si pedirle a ella que se dejara de juegos y se diera cuenta de que no estaban listos para criar un niño y menos en medio de “todo lo que estaba pasando en el mundo”. La frase lo hacía sonreír ligeramente. El mundo siempre había estado igual. Se acordaba de mamá contando historias de las calamidades que las nuevas generaciones enfrentarían al nacer. Pero de los sucesos que hablaba su madre no estaba seguro. Así que eso no era excusa. Presionó la mandarina y salió la semilla. Brincó a la mesa, rebotando tres veces antes de quedarse quieta. Se metió el gajo a la boca y lo masticó mientras escuchaba la lluvia arreciar su galope sobre el asfalto y la dulce acidez de la mandarina le colgaba una etiqueta superlativa a la sonrisa de la linda chica del bar con su gesto curveando entre la coquetería y la mesura, siempre idéntica a la llegada de cada uno de los clientes. Es lo que pasa cuando uno está solo. Pero él no estaba solo. Su compañía cargaba a su hijo, dos razones importantes para negar su soledad. Importantes también para acordarse que las mandarinas que compró a tres dólares la libra estaban amargas y poco jugosas y cuestionarse por qué no fue a la cantina cuando tenía tantas ganas de tomarse una cerveza aunque lloviera y no lloviera y saber por qué ahora estaba sentado maldiciendo las mandarinas, a su hijo nonato, a su mujer y quizás hasta a su madre y a la lluvia muy seguramente. Tomó otro gajo y jugueteó con la semilla que llevaba dentro. La disparó como a la anterior y cayó muy cerca de su predecesora. Nada era agradable, sólo el hecho de haber encontrado una mandarina dulce entre todas las demás agrias y secas lo hacía recordar a la mesera. Era falsa y decidió maldecirla como al resto de su pensamiento. Miró las semillas. Las tomó pensando en su hijo-en-camino y se las metió a la boca. Y las masticó.

Recomendación

A ella la quiero mucho y me gusta (lo que hace)

20 December 2007

Una pérdida de tiempo

El vino sólo calienta mis venas que ya están de por sí ardiendo. Creo que no debería salir a este frío bajo cero, aunque siempre me divierte ver el vaho subir desde mi boca y hacerse noche mientras camino apresurado a mi tercer piso. La plática en la mesa contigua se terminó hace ya un rato. Sigue aunque ya no la escucho, le perdí la importancia cuando dijeron algo sobre la existencia de dios. Yo no creo. Pero tampoco me cuestiono porque me resulta una pérdida de tiempo. A final de cuentas siempre queda el recurso "Sartre" y los de la mesa contigua ahora hablan de la efectividad de las metáforas en los escritos. Puedo pensar que sí, que la existecia de dios es una gran metáfora que nos quiere decir que encima de la mierda ya no hay más mierda. O sea que todo esto tiene fin, pero todo esto no tiene que ser mierda precisamente. Sistema a final de cuentas, me doy cuenta que soy parte de él—llámalo dios, merlot o registro civil. La metáfora ahí está y uno la toma como la opresión que tritura desde adentro de uno mismo, como la escalera al estado mejor de las cosas. Pero las escaleras también sirven para bajar. "Es el principio indígena de la dualidad", dijo el que quiso venderme el libro de cuentos prehispánicos en la Avenida Juárez. También me lo dijo un pintor el otro día. Y ahora estoy aquí hablando de dios y de cosas que pensé sin importancia mientras espero a que llegue alguien a una de las mesas que están vacías para escuchar de qué hablan y sentir que me platican algunas cosas, aunque a mí no me digan nada... Ja!

19 December 2007

Fue el 15 de diciembre

Caminaba pensando en el miedo. ¿Sería que eso sentía? Tal vez. Aunque no creo que por eso estuviera tan oscura la calle y tan fría la noche. Parecía ser una subida. A la derecha estaba la entrada a una zona de apartamentos, mientras que a mi izquierda el pasto de un lote baldío era alumbrado por una tenue luz blanca que azuleaba todo. Crucé hacia la entrada de los edificios. En una plazuela que se veía detrás del primer complejo una luz amarilla-anaranjada dibujaba el vacío del lugar a esas horas. Pero antes de entrar sentí un cierto recelo, miedo, si quieres, a entrar. Pensé mejor regresar a mi camino en la cuesta. Y justo lo hacía cuando desde la esquina del lote baldío escuché los gritos de un hombre. “Leave her alone”, decía. Y voltee. Y la vi a ella, a la que el hombre querían que dejaran en paz. Y estaba él, el hombre, gritándole a otro que sostenía una pistola. “Are you going to shoot me? Are you going to shoot me? Shoot me, motherfucker!” Le gritaba. Y le disparó. Tres balazos. Cayó el hombre y ella corrió y un carro que apareció a mi derecha me iba a servir de escondite pero estoy muy gordo y no quepo debajo de él y un hombre en uniforme de policía o bombero corre hacia mí y me dice que me quite de ahí, que me quité de ahí y rebota contra mí y quiere esconderse debajo del baúl del auto y el camión de bomberos y un camión de bomberos arranca en una esquina y alguien ya atrapó al que disparó y la mujer a la que debían dejar sola llora chorreando gritos. No pasa mucho para que yo me incorpore y vaya a ver qué pasó. Sobre una sábana azul está el cuerpo torcido del baleado; el codo, me acuerdo muy bien del codo, está como fracturado rompiendo el ángulo natural de la coyuntura. Pero no hay sangre. En una silla que alguien sacó de no sé dónde está el que disparó con la mirada clavada al piso, con las rodillas inquietas abriendo y cerrando, con las manos esposadas. Vuelvo a ver al muerto, porque ya está muerto, y no hay sangre.