27 August 2006

El Cuerpo de Julián

Damiana se quedó sin dinero mucho antes de que Julián muriera. Aún ahora no es muy claro cómo ella sorteó todos los problemas que se vinieron luego del fallecimiento de Julián. Ni siquiera es algo que yo me pueda explicar a pesar de que estuve muy cercano a Damiana todo el tiempo que Julián se pasó en el hospital. Además se debe tomar en cuenta lo que luego pasó y lo que aún ahora sigue pasando. Damiana no la tuvo fácil. Pero desde aquel entonces ya todo estaba muy raro. Damiana iba y venía y ya todos los de la banda sabíamos más o menos qué pedo. Entre nosotros era comentario común y hasta alguien mencionó darle una lana y hacerle el paro. Así que varios de los que visitábamos al moribundo y a su llorona comenzamos a ofrecer ayuda “en lo que se ofreciera”. Yo sé muy bien que nadie puso siquiera una lanita para alivianar a Damiana. Muchos no se volvieron a parar en el sanatorio después de eso y mucho menos contestaban a las llamadas que ella hacía cada que conseguía una tarjeta para hablar “rapidito” a cualquiera de aquellos ofrecidos. Pero conmigo pasó otra cosa. Yo no podía faltarle a Damiana.

Cuando en la procesión de ofrecidos me tocó decirle que yo estaba para lo que ella necesitara me tomó del brazo, me jaló a un rincón del cuarto y me dijo en voz queda, “Luego voy a necesitar que me des un aventón”. Yo nada más asentí con la cabeza aunque no entendí bien lo que me estaba pidiendo y me quedé callado. Ella también. Yo porque aún estaba descifrando lo que Damiana me decía y ella porque parecía estar formulando el cierre de su petición mientras veía a Julián respirar por los tubos que le salían de la boca. “Yo te aviso cuándo”, dijo Damiana, luego de esos segundos tan largos.

A Julián nos lo entregaron un viernes después de las 10 de la mañana envuelto en una sábana. Yo pensaba que para sacar a un muerto del hospital hacía falta algún tipo de permiso, pero, que yo me acuerde, no nos hicieron mucho borlote y hasta nos dieron el pésame muy solemnemente. Damiana no dejó de dar las gracias mientras torcía la boca buscando dibujar alguna sonrisa de agradecimiento, pero nada más lograba acentuar su duelo de manera casi burlesca. Un enfermero joven se acercó para ayudarme a echar el cuerpo de Julián en la caja de la camioneta. Parecía no tener mucho en el trabajo: se esforzaba demasiado en todo lo que hacía. Además yo apenas lo noté ya rumbo al final de mis visitas y me llamó mucho la atención su labor casi frenética en contraste con la parsimonia holgazana con que nos habían acostumbrado sus demás compañeros de piso. Sin embargo en esos días nunca sentí que el enfermero me disparara una mirada como la de aquella mañana.

“La dejó viudita, ¿verdad?”, preguntó el enfermero inclinando la cabeza para señalarme a Damiana que ya estaba adentro de la camioneta.

“¿Cómo?”

“¿Y usted era algo del muertito? ¿Su hermano, su familiar?”, volvió a inquirir, ahora sonriéndose sardónicamente mientras envolvía los pies de Julián dentro de la sábana y la cerraba con un nudo.

Damiana asomó el rostro por la ventana y dijo que nos diéramos prisa porque “el sol de medio día va a calentar demasiado y Julián va a comenzar a oler”. El enfermero se hizo para atrás al acabar lo que estaba haciendo y calladito me miró hasta que yo acabé de amarrar a Julián a la camioneta.

“Nos conocemos desde hace mucho”, dije.

“¿Usté y el muerto o usté... y la viuda?”

“...”

Me subí a la camioneta y me arranqué para la casa que Damiana y Julián siempre habían ocupado. Eso fue lo único que le quedó.

“Julián me dijo que no la vendiera pasara lo que pasara”, dijo.

“¿La casa?”

“Pero ahora no sé ni dónde lo voy a meter. No tengo para enterrarlo”.

Bajamos con cuidado el cuerpo de Julián y lo recostamos sobre la mesa que acompañaba a la cama adentro de la casa. No que aquellos muebles fueran lo último que le quedara a Damiana, sino que ellos eran seguidores de una corriente ultraminimalista de la universidad y el cuarto lleno cojines y alfombras sólo se explicaba por las recientes influencias del Islam en este lado del mundo, y por supuesto en la súpervanguardista facultad de diseño. También eso hacía que Damiana se preocupara tanto por enterrar en menos de tres días el cuerpo que ahora tenía encima de la mesa.

“¿Tienes hambre? ¿Quieres algo de tomar?” pregunté después de varios minutos en los que yo no encontraba qué ver ni dónde sentarme.

“Quiero estar sola, nomás. Gracias por el aventón, yo cierro ahorita, no te apures”, dijo con la mirada fija en la sábana que cubría el cuerpo de Julián.

Al salir no volteé a verla.

No quería hacerlo, pero al día siguiente le di una vuelta a Damiana. Giré en la esquina de su cuadra, vi con azoro el bulto blanco sobre la mesa a media banqueta, debajo de la sombra de un árbol.

“¡Qué bueno que llegas! Necesito que me ayudes con algo”, dijo Damiana mientras caminaba hacia mí. “Mira que sólo he juntado 300 pesos. Con eso no hago nada”.

“¿300 pesos? ¿Qué estás haciendo con el cuerpo de Julián a media calle?”, fue lo único que pude preguntar. Ella sólo se me quedó viendo con una cara que me decía que lo menos que esperaba era un reproche. “¿Qué pedo, Damiana? ¿Tan jodida está la cosa?”

“Mira... este cabrón no dejó nada. A su puta familia ya no le hablaba y yo no sé ni dónde chingados viven ni cómo se llaman... Este pendejo de tan mamón hasta se cambió el apellido. Neta, no sé qué voy a hacer, en serio”, dijo y el llanto le apretó la cara y le agachó la cabeza ahí a media calle.

“Cálmate. Deja me estaciono aquí adelante que ahí viene un cabrón”.

Entramos a la casa. Damiana cerró la puerta mientras yo acababa de arrastrar la mesa para acomodarla en donde estaba el día anterior, el cuerpo de Julián encima de ella.

“Mira”, le dije. “Yo conozco a un güey que fue una vez con Julián a casa de sus papás allá en Ciudad del Valle. No sé si todavía vive ahí en... ¿cómo se llama la colonia en la que vive Magda tu prima?”

“¿Jardines del Bosque?”

“...Si, ándale, ahí mero; en la calle El Clavel.”

“Pues vamos a verlo. Lo tengo que enterrar mañana. Lo dice Dios”.

“...”

Estuvimos tres horas esperando a que alguien abriera la puerta de Roldán en la calle El Clavel. Detuve más de una vez a Damiana que quería brincarse la barda para ver si “a lo mejor están bien atrás y no nos escuchan” o “a lo mejor no nos quieren abrir”. Una vez casi me convence de ayudarla, pero al último me eché p’atrás nomás de puro friki que nos torciera la policía.

“¿Seguro que ésta es la casa de ese güey?”

“Si, ya te dije. Aquí dejé y recogí a Julián aquella vez que se fueron a Ciudad del Valle. Dijo que aquí vivía el güey con el que se iba para allá a casa de sus papás”.

“Pero este cabrón que no abre. Saca su teléfono para hablarle o vamos a romperle una piedra para que nos abra. ¡Por qué no abre!”

“Damiana, aliviánate. Este güey trabaja o va la escuela; ya van a dar las seis no ha de tardar en llegar”. Saqué los Delicados de la bolsa de mi camisa, le ofrecí uno; ella lo tomó; se lo prendí. Y fumamos en silencio.

“Ya son las seis y media y nada... Tengo hambre. No he comido desde ayer. ¡Pero qué hambre me va a dar si tengo a Julián pudriéndoseme en la mesa!” Dio unos pasos. Luego se sentó en la orilla de la baqueta, junto a mí.

“Mira”, le dije. “Esa señora ya dio como cinco vueltas y nomás se nos queda viendo cada que pasa”.

“No, no me había fijado. Oye, ¿no será la mamá d’este güey o una ruca que lo conozca?”, preguntó mientras se paraba y caminaba hacia ella. Apresurando el paso, la mujer se pego a la pared de las casas e hizo como si no nos estuviera viendo. “!Oiga!”, grito Damiana. “!Venga! ¡Espéreme! ¡Déjeme le pregunto algo! ¡No se vaya!”. Pero la señora ya casi comenzaba la escapada cuando Damiana iba justo en medio de la calle. La mujer de repente medio volteaba a verla echándole unas miradas envueltas de pánico. “!Espérese!” dijo Damiana.

“¡ Cli-cli-cli-cli-cli-cli-cli-cling”, sonó una campanita desesperada.

“¡Aguaaaaaaaas!”, gritó la voz de un hombre. Y en menos de un segundo el hombre de la voz aterrizó con la cara en el pavimento. De Damiana, nomás el costalazo sonó. Una bicicleta quedó tirada a media calle, y cerca de mí un timbrecito cromado y redondo como de recepción de hotel. Yo ya ni vi para dónde se fue a la despavorida. Me levanté lo más de volada que pude.

Desde que la vi me di cuenta de que las probabilidades de que todo empeorara para Damiana eran altísimas. No sé qué tan rápido vendría la bicicleta. La llanta completamente doblada por la mitad y el manubrio torcido me dejaban a una Damiana con fractura de tibia y peroné derechas y el hombro izquierdo dislocado, además de varios moretones por todo el cuerpo.

No era la primera vez que Roldán se caía de la bicicleta. “Por eso ya sé caer y que no me pase nada”, dijo. “Pero nunca me había tocado una persona que se madreara tanto. Lo bueno es que dijo el doctor que va a estar bien”.

“Si, estuvo bueno el chingadazo. ¡Ay, Damianita, Damianita! ¿Pues qué pinche karma traes?”

“¿Dices que el Julián era el novio de esta ruca? ¿A poco se murió? ¿Cómo estuvo?”

“No, pues estuvo cabrón. Y todo se está poniendo peor. Por eso te fuimos a buscar”.

“No, pues yo hace mucho que no veía a ese güey. ¿En qué andaba o qué?”

“No... O al menos no sabemos que por ahí vaya la cosa. Aunque si así fuera estaría bien bizarro el asunto. Pero luego te platico bien esto. Ahorita lo que necesito es que te acuerdes de dónde viven los papás de Julián. Yo me acuerdo que ustedes fueron a Ciudad del Valle, allá con sus papás”.

“!Híjole, va a estar difícil que yo sepa!”

“No, pues si fueron juntos. ¡Échale memoria!”

“Es que no nos fuimos juntos. O sea, hasta Ciudad del Valle. Él me dio un aventón hasta El Jerezano, un rancho a dos horas del entronque de la carretera para allá. Yo de ahí soy y cuando supe que él era de la Ciudad, le pregunté si pasaba por ahí para que me diera un aventón. Dijo que sí y por eso nos lanzamos juntos”.

“No la hagas. ¿Y no sabes cómo le podemos avisar a los jefes de Julián? Mira, esta morra se quedó sin lana desde hace un chingo y no tiene para enterrarlo”.

“Mira, ahí cerca del pueblo, en un ranchito vivían unos parientes de Julián. Los hijos se fueron para Estados Unidos, pero ahí queda alguno de los viejitos. A lo mejor ellos te pueden ayudar”.

“¿Sabes si se les puede hablar por teléfono?”

“Allá no hay cómo hablar. Nomás yendo” dijo y me miró con cara de que me estaba diciendo algo a la mitad. “Mira yo te llevaría pero no puedo pararme por ahí. Tengo problemas con unas gentes y acá me guardo mejor. Si quieres te puedo dar las direcciones pa’ que llegues y preguntes. Ahí’stá mi ayuda”.

“Si, pero, ¿cómo le vamos a hacer para ir?”, me contesté.

“¿Qué te dijo ese güey?”

“¿Cómo te sientes, oye?”

“¿Que qué te dijo ese güey? ¡Ándale que es urgente!”

“Ah... Este... Pues que sabe dónde dar con unos parientes que a lo mejor saben de alguien que pueda decirnos cómo encontrar a quien nos pueda decir de alguien que sepa de los papás de Julián o de uno de sus primos. Pero está lejos; como a dos horas en coche. Y ahorita hay que ver cómo vas a pasar la noche. Ya para mañana le seguimos, si quieres. Ya sabes que yo estoy para todo. Bien te puedo ayudar en algunas cosas. No te preocupes”.

“OK. OK. Pero ya nomás me queda mañana para enterrar a Julián. ¿Qué vamos a hacer?”

“Mira, Damiana, ahorita nos vamos a descansar. Voy con el doctor para ver a qué hora te van a dejar salir. Cálmate. Ya bien dormidos vemos qué sigue, ¿ok?”

Me estacioné justo enfrente de la casa de Damiana. Noté que era una calle muy oscura por la hilera de jacarandas que corría por las banquetas tapando el brillo anaranjado de las farolas. Damiana venía dormida recargada sobre la ventana de la camioneta. Me quedé un par de minutos pensando en cómo despertarla. Parecía que estaba descansando por primera vez en mucho tiempo. Yo sé que hasta para ella lo de menos era que “Dios” mandara que Julián fuera enterrado justo al tercer día de su muerte. Sin dinero, ni cómo hacerle. De su boca comenzó a escurrir un ronquido suave y profundo. Pensé en entrar primero a la casa y arreglarle un lugar a Damiana para que siguiera durmiendo. Ni siquiera tuve que sacar la llave para abrir; sólo empujé la puerta. “Se nos olvidó cerrar con la prisa que salimos”, pensé. Prendí la luz y me fui derecho al cuarto de los cojines. Entré y no vi nada. Ni cojines, ni tapetes. “OK, éste no es el cuarto... No... pero sí es...” Volteé a todos lados y tampoco vi la mesa ni el cuerpo de Julián. Habían vaciado la casa. Aunque sabía que tenía que hacerlo, no quise despertar a Damiana. Sabía muy bien que ella sólo se iba a soltar llorando y que yo, muy a mi pesar, dormiría casi nada para salir en la mañana a buscar el cuerpo de Julián, a los familiares de Julián o un camino lejos de todo esto.

12 August 2006

You Are Sleeping (Rescatado del Archivo)

You Are Sleeping "Don't forget the songs That made you cry And the songs that saved your life" The Smiths

The of late uneasy dreaming had Lobo taking overnight walks frequently. No one is out on the streets at that time. He knew that. In a way, that sole fact made his tread possible. He wanted to face nobody while he swallowed the path of his penitence. This was the third time this week he had gone out to that abandoned address where everything took place two years ago. None of the previous instances had been successful. Recalling Sarah's last look was the heaviest load. Over and over and over he could see her face, Sarah’s terrified and bloodied expression, silently accepting the fate meant for her. She was full of future, he whispered to himself. Those were the only words capable of escaping from his lips, just from his lips. Inside of him, the severe annoyance of the once blocked out incident was sewn with wire to his disturbed mind. He was already sweating, although he had just taken a few short steps. He knew what he was supposed to do. He trudged willing not to face the duty required by the distant episode in which he didn’t move a limb, when he allowed Sarah’s departure. That night, the night, was just like this.

“She was full of future.”

Sarah was seventeen the day that she died. She was only a few days away of becoming a beautiful 18-year old senior, ready for whatever may come. She wanted to go to medicine school. She loved kids. She was going to be a paediatrician. She hiked in the mountains every Saturday morning. She never went to mass. She was in love with life. She drove a ’92 sky-blue beetle that she bought with money saved working nights on end cleaning tables, taking orders, serving food, taking tips from ungrateful one-full-dollar customers. She regretted nothing she had done, not even the abortion she had the previous year. She had a few friends. She loved all of them and they loved her too. She had never gone to a funeral. She smoked a couple of joints on weekends. She read one or two books every once in a while. She loved travelling. She never went beyond the dusty city limits. She craved for seeing the not so distant world beyond the barrier of mountains that embraced her town. She spent lonely nights on the outskirts waving at the ones that came into the city. She always missed those strangers that fled from that urban loneliness without showing an apparent reason. “Everybody must have a reason,” Sarah used to think. She didn’t know hers. She realized that her motive approached with every clock’s revolution. Sarah was full of future. Sarah died victim of the treacherous circumstances that surround every one of us.

“She was full of future.”

Lobo didn’t see where he was going. He knew his destination, but he never looked at it. The sombre building waited for him with the piled patience of a winter that knows that spring and summer will vanish soon, autumn is just an aperitif.

“She was full of future! She was full of future, for god’s sake!” Lobo kept repeating to himself, while he walked wagging continuously in anxiety.

His was a rabid trance that didn’t allow him to reckon any other option but to keep going. He was ready to do it for the first time in all those nights of feverish walking. Nothing could deter him now; not even his will; he had none. All the accumulated pressure took hold of him. Forces that he didn't understand mastered him. He had made the route of consolidation his way. A few yards ahead lied the building that even today cries the soar condemnation imposed within its walls. Lobo aimed at it. He was going to do it. He was going to do it. He would step into the wildly grown garden; he would walk the fifteen steps to the front door; he would reach for the knob; he would break into the place where Sarah was killed…“The place where Sarah was killed.” He stopped at this spine chilling consideration. Strange, above everything, was that his heart didn’t kick impetuously inside his chest as in the preceding times he had gone there. Even the mild air that blew on its serpentine road to the east seemed to impel Lobo to keep marching to the empty house, to those chambers full of forgotten whispering and buried solitude. What was his problem now? What had kept weary Lobo from relieving his aching past? There was nothing to be blamed. He tried to find one pretext; a single reason to stop his cross way in the direction of Krista’s former dwellings. But he couldn’t find one. Sarah didn’t let him dig into the ground of stupid excuses. She demanded Lobo’s presence. Via the stretched rumour of the trees and their leaves, the wind, one more time, commanded the furtherance in the swagger. Lobo didn’t think twice. He took the rest of the paces toward his self-imposed duty.

He reached the fence.

“She was full of future.”

He walked into the forsaken weeds.

“She was full of future!”

Lobo got to the front door and grabbed the handle: the bolt was broken. This wasn’t supposed to happen! He had saved energies to break a window, to climb a wall, to use the back entrance to the basement, to force his way in; after all, it was an abandoned house before his eyes. But something, or someone, was already welcoming him. He was expected that night. Maybe the future had come to meet him. Maybe the past was paying one last visit.

“She was full of future, our future,” Lobo, in awe, murmured.

Two steps after a cautious entrance, Lobo, immersed in the dilapidated darkness of the lobby, tried to turn on the light. It happened as he had thought.

“No light. Blindfolded till I get there,” he said in a loud voice, as if speaking with that something that broke the bolt for him.

His steps were delicate. The shrilling wood beneath him testified the entangling of courage and fear that grew within his now feverish body. Drops of sweat lively jumped down from his forehead. One, two, three; three more steps added to the others that he had already taken. He found the stairway that would conduct him and his agony to meet one more time the stained room.

Home alone and the kids were all right. The music was loud. People were gathered inside Krista’s room. It was a party to celebrate something, nobody knew what. Nevertheless, beer, pot, and some festive sex were encapsulated inside those walls. The music coming out of the boom box, mingling with the smoke, performed another murder ballad. “Sha la la la la. Sha la la la la.”

“Lobo,” a voice called him. “Lobo, Lobo, howl for me! Ha ha ha ha. Hold me tight, baby! I’m your Sarah, hun!” And the music went on.

Lobo was resting on the couch beneath the window. A couple of joints ago his mind was not exposed. Now, with the spliff burning in his fingers, Lobo breathed easily. The foggy relaxation didn’t take him to never land, but to his room, with his gal, not far away from there. Lobo’s parents weren’t home that night. It wasn’t perfect, ideal. They were just having sex, as many other times. He climbed Sarah, in and out. She mounted Lobo, up and down. A lascivious lost-in-lechery smile was drawn on his face.

Hey, babes, wanna go elsewhere?

Lobo wasn’t there.

You’re fucking stoned, boy!” Sarah whispered to his earn. “I’m gonna get me a cold one, want one?

Lobo wasn’t there.

The music was loud.

“Sha la la la la. We’re all going to die!”

“I’m so wasted, man,” slurred Billy-Billy Jansen, Burger Palace employee of the month. “I-I-I wanna puke… nooow” He stumbled his way out of the room, to the restroom, or perhaps to a comfortable place where he could vomit and sleep as well.

Earlier that day, good old Billy-Billy had been showing his marvelled friends a .44 revolver that he had taken from his mom’s cabinet. At this point he, due to the ethylic shortcut inside his brain, didn’t know where the weapon was; he didn’t remember the pistol at all. All he wanted was the soothing relief of throwing up and sleeping till hangover possessed him. He went out, guilty as the rest present there.

“Sha la la la, I’m afraid we’re all going to die!”

Little George, a nobody with not know reason to be there, wandered about the room finding nothing to do. He wasn’t a freak, a fresh, a fly guy, a b-boy or anything else. He had the dream of ruling the world one day. He greed power. He wanted to cast stones. He wanted not to be loved, but to be a saviour. He was a follower of any fashionable reason, but just a follower, a draconian follower. He needed people around him. Ha had nothing worthy to offer. He tried to chitchat with the celebrating guys but they never cared. He offered a little dust to a few girls. He wanted to make out. They never cared. He drank a couple of six packs. And at 2:38, that night, George was almost taking off when his New York Yankees cap fell from his head. When it touched the grey rug, little George kicked it beneath the bed by accident. Sarah’s laughter could be heard behind him.

“Shit! Shut up, bitch!” retaliated little George.

“Whatever, Mr. X” whispered Sarah on her way back to her Lobo.

“These sluts have no more respect for a man,” the offended lad replied to the air, while he was trying to reach for his cap below the bed. “One day I’ll show y’all bitches how to treat a man.” His hand combed the obscure area: a shoe, a used condom, a forgotten gun, and his cap, his Yankees hat. He was tempted. There was power beneath the bed. He wanted it. He wanted to show them bitches some respect.

He put the cap on top of the .44. He slid both instruments out to the light. He took a look, found his target, and thought it once, thought it twice. George stood up in silence. No one cared. He hadn’t been invited. No one cared as long as their interests weren’t afflicted. George tried to make up some words to say. He loved the stupid movie dialogs that convey a reason for the obvious. He believed himself a fast and furious southwest desperado: too fast and too furious. He grabbed his crotch with his left hand, raised the gun with his right one, took a few steps forward, and yelled, while shooting the weapon, “you, bitch, I’ll show you some respect, respect for Mr. George! Taste my lead, beeyatch!”

The door opened behind him.

“BOOM, BOOM, BOOM, BOOM,” erupted the gun.

“Sha la la la la. You’re going to die!”

Shrieks and awakening. A hollering commotion began within the room. Lobo came back; just a few seconds before he had seen Sarah, his Sarah, walking toward him with a couple of cold Coronas in her hands, flirtatiously smiling. He did not move. Lobo and his stagnant body remained sitting on the couch waiting for Sarah.

“No, please, no!” yelled Lobo.

“Somebody stop him!” Krista cried.

A football player tackled Georgie boy.

“BOOM!” Another explosion echoed in the room.

This time, little George painfully stopped existing.

“Sha la la la la.”

The door closed.

An empty light; shinning, dazzling radiance. Then darkness: absolute.

Lobo reached the upper level. Through one of the room doors a dim light poured out; some music and laughter could be heard. The beam came from Krista’s place.

“What shall I do now?” wondered Lobo, while facing the entrance to Krista’s old room. “What’s that light?”

“Lobo, howl for me! I’m gonna die!” a feminine, familiar voice from behind the door bellowed.

“It can’t be. That’s Sarah, my… My Sarah! I need to go there. What’s happening? I need to go there, but my feet won’t move. What’s happening? Saraaaah!”

The door to the room opened and a drunken man, good, old, little Billy-Billy, stumbled out. One, two, three pounding steps, then nothing. Billy succumbed to the ale. The door shut again. "BANG!"

“George, don’t do it? Please!” Lobo cried desperately. He began his way to the not so distant entrance. He stretched out his whole body, attempting to reach the room before…

“Sha la la la. Tonight you’re going to die!”

“BOOM BOOM BOOM”

Lobo shoved the door open. He was just on time to see the whole scene, this time clearer, this time bloodier.

As Sarah’s cadaver felt to the ground, blood and smashed pieces of brain splashed the room, her horribly distorted face, and Lobo’s helpless and feverish body.

“No, please, no! I came to… came to… I… Sarah! I! Doooooooooooooooon’t!” Lobo wailed before the gruesome scene. It had happened again. Nothing could stop and erase that moment: not his body, not his mind, not this time, nor any other power. She was looking at him with a terrified, bloodied expression. Her sight conveyed that of an angelic child that does not understand the punishment. Over and over and over he had dreamt that face, felt that lead-overdosed gaze. He had been there many, many times.

Lobo bent his head, as if looking down an endless cliff that yearns for his remnants. “She was… She…” Lobo attempted. He leapt his head all of a sudden. He looked straight to the couch where he had been that night.

“I’m not there. I'm not there! I’m here. I’m here, Sarah,” that he said, and nothing else. He stood silently by the threshold as the whole scenario lost its light to the prevailing darkness of the night.

Light. Shinning, dazzling light.

Lobo woke up beneath a bench at Rochester Park, five miles away from where everything took place. It was early in the city's icy morning. The rays of the sun crept to his face as his eyes opened.

“Whoa! What am I doing here? Where am I? Sarah! Where’s Sarah!?” he asked himself.

Lobo felt silent for a second, wandering with his sight all around the place.

“She’s away now,” he whispered in realization.

A white, dirt-stained, street dog was passing by and looked at him. Both of them stared silently at each other. The filthy beast showed Lobo his yellowish fangs and puffed in disdain; after that the dog got lost in the multitude of light, bushes, and people merging all over the park.

08 August 2006

Fin de Día (Rescatado del archivo)

Fin del Día

En el piso no hay más que un tapete raído y empolvado; da la apariencia de haber sido una alfombra de gran tamaño. Alba, una mujer ya entrada en años, pasea su febril figura sobre el andrajo de un lado a otro. Alrededor de ella las paredes pintadas de azul pierden su encierro con el cielo y el sol que entran por la ventana. Es una pequeña habitación con pocos muebles: una cama de metal forjado lleno de herrumbre nada cómoda a la vista. Bajo la ventana semiabierta, un sofá en ruinas se presenta como último impedimento a cualquier desesperado salto de crisis. Lo que solía ser un armario es hoy un montón de tablones derruidos por el descuido de los años. En lo que queda de la cajonera seguramente se guardan algunos trapiches, tal vez recuerdos o quizás nada. Alba mira el mueble fijamente mientras camina, se lleva las manos frías al rostro y se quiere preguntar algo pero no sabe qué. Se detiene un segundo, dos segundos. Tres segundos y vuelve a caminar. Inquieta.

La puerta del cuarto está cerrada. Alba busca no verla. Quiere olvidar a toda la gente que entró y salió en las lejanas noches de risas, humos y plácidos desencantos. Ella los quiere olvidar a todos como seguramente todos la han olvidado a ella, piensa Alba. Hoy no hay quien entre. Ha mucho que todo es así. "No ha venido nadie," musita Alba. "Nadie en muchos días." Alba no quiere ver la puerta. "Está cerrada. Necesito un cigarro." Alba se busca en los bolsillos del pantalón; no hay nada. Su mirada gira escudriñando cada rincón del cuarto. Sus ojos grises se embarran contra la pared hasta llegar a la puerta; no la quiere ver. Gira hacia la ventana tratando de escapar de esa entrada por la que ya nadie ha salido, y a medio viaje se topa con él.

Ovalado en su larga forma, sus reflejos siempre han ido de pies a cabeza: No pierde detalle. En otras épocas hubo quienes se maravillaban de su brillo, de su marco dorado y su acabado fino, de su fiel reflejo que engañaba sin mentir. En estas épocas Alba no acostumbra consultarlo. "Qué bonito," piensa la mujer, sin siquiera mirar el reflejo de su agotada imagen. "Le debería dar una limpiada; ¡Mira nada más cómo está!" dice Alba mientras camina tres pasos hacia él. "Necesito un trapo húmedo." Se detiene, recuerda que no hay agua en su cuarto. Del trapo ni se diga, seguro está igual de olvidado que el espejo y todo lo que en él se refleja. Alba se queda quieta; cierra sus ojos; recuerda.

"¡Alba, ven, vamos a cantar!"

"No, Raúl, no tengo ganas."

"Ya, deja de verte en ese espejo. Ven, canta conmigo."

"¿A poco no estoy bien bonita?"

"¡Bien buenota, ja ja ja! Vente a cantar, ándale."

"Eres un tonto, Raúl. Dime que estoy bonita, ¿si?"

"¿Si te lo digo, te vienes a cantar?"

"A lo que quieras. Dime que soy bonita, ándale."

"Estás bonita. Eres bonita; toda bonita, Alba."

"Si, soy la más bonita. ¿Qué estás cantando?"

Alba abre los ojos. Después de una fugaz sonrisa regresa a la agitada marcha. "Necesito un cigarro. No tengo agua. Necesito un cigarro," dice Alba mientras camina hacia la cama. "Ese espejo ya está muy jodido. Le voy a dar una limpiada. Me voy a acostar un rato." Alba se sienta en la cama con mucho cuidado. "¡Ay, esta espalda, cómo me duele! Me voy a acostar despacito."

El colchón lastima con su blandura. Alba siente como los fierros fríos de su cama buscan lo que queda de su cuerpo a través del colchón. Pero ella trae otra cosa en la cabeza. "El espejo," Alba dice. "El espejo. ¡Qué bonito está mi espejo! Le tengo que dar una limpiada." Alba repite mientras cierra sus ojos. Alba parpadea una vez: sueña con los ríos verdes y humos de color cristal que ella alguna vez visitó. Su vista regresa al techo del cuarto de azul brillante, luz de sol azul brillante. “El espejo…” balbucea Alba. “Una… limpia…” Caen nuevamente las pestañas, los párpados se abrazan, los sueños regresan a la vida.

“¡Pinche Alba, qué carajo tienes el culo!”

“¿Qué qué?”

“¡Puta, que estás bien buena, cabrona!”

“¡Pinche Noemí, las mamadas que dices! ¿Qué, crees que no lo sé? Pero ya deja de mirarme la cola, y ayúdame a cerrarme el vestido.”

Noemí se para del sillón y camina hacia Alba; sube el cierre con su mano. “¿Y qué, te lo vas a tirar? Está bueno el güey.”

“Nel, no chingues. Primero que se canse el güey; después vemos si nos cansamos juntos, ¡ja ja ja!”

“Eres una zorra, güey. Ya está el cierre.”

“¡Quítate, deja verme en el espejo!”

“Te ves muy bien. Ese azul le va bien a tu piel, cañón. ¡Ay, que lindo está tu espejo! Oye, ¿hiciste lo de mate?”

“Si, es mi favorito. Todo mundo me dice lo mismo. Todos me dicen que soy muy bonita, la más bonita: ¡Alba, la bonita de ojos grises! Nadie tiene ojos grises; al menos nadie en la escuela o por casa de mi tía. ¿Qué era lo de mate?”

“¡Mi hermano me dijo que le gustabas! ¡Ay, pendeja, ja ja ja! También me dijo que no te dijera.”

“Tú quieres que me lo tire, cabrona.”

“Eres mi mejor amiga, y a ese güey no creo que le falten muchas ganas de ponerte un dedo encima. Es virgencito el muy tarado, ¿tú crees?”

“¡Ah! ¿En serio? ¿Cuántos años tiene, eh? ¿Entonces si es en serio lo de que le gusto? Ya ves, todos saben que soy bonita, ¡la más bonita!”

"No te va a faltar con quien casarte, Alba."

"Un día voy a ser una reina: Alba, la reina de ojos grises; la más bonita de las reinas."

El viento sopla y avienta los ruidos de la calle al interior de la habitación. Rápidamente los sueños se disuelven en la hora del día. Alba abre los ojos lentamente, escucha: el motor de un carro a toda prisa, se va; los pasos, las risas y las voces de algunos que pasan, se van; el viento que se enreda con las hojas, el polvo y el vacío de la calle.

"A lo mejor alguien vino y no escuché. Me quedé bien dormida."

Alba se levanta con la celeridad que su dolor permite; sólo alcanza a sentarse en la cama. Al cabo de unos segundos Alba trata de recogerse el pelo. Mientras se toma con una mano el cabello, con la otra trata de encontrarse una liga, algún listón o cualquier cosa que le amarre sus desatendidos mechones. Son cinco, seis, diez las veces en que Alba se hurga en los bolsillos del pantalón. La mano derecha sostiene, arriba; la izquierda busca, abajo. Después, todo otra vez; lo mismo, pero al revés. El coreográfico movimiento de sus brazos termina por fatigarla. Alba agacha la cabeza y su mentón roza su pecho. “¡Necesito un cigarro, ya!” Alba trata de alzarse de la cama; la acción le toma más de 20 segundos. Al final, Alba puede caminar los torpes pasos hacia el sillón demolido, llegar a la ventana, sentir como el aire lleno de ruidos se escurre al interior del cuarto, asomar el rostro arrugado y casi desteñido a la calle. “Necesito un cigarro, pero a lo mejor alguien viene,” se dice a sí misma mientras voltea de un lado a otro de la calle. “Tengo que estar por si alguien viene.”

Es el fin del día. Alba mira el sol caerse detrás de los edificios. “Todo está vacío. A lo mejor alguien viene. Necesito un cigarro,” dice la mujer mientras regresa la cabeza al interior del cuarto. Con las piernas ya menos entumidas, Alba logra dar unos pasos para reiniciar la marcha frenética. Alba avanza hacia el pedazo de alfombra; lo mira por un segundo y levanta la vista: la puerta cerrada. Quiere buscar el no verla. Gira bruscamente el rostro en dirección al espejo. Alba detiene la marcha; su cuerpo ha quedado justo frente a su reflejo íntegro. “¿Esa soy yo?” Alba se pregunta al mirarse por primera vez en mucho tiempo. “Si lo limpio puede que me vea mejor.” Alba camina en dirección al espejo, extiende las manos como queriendo alcanzar algo que se escapa, y repite, “tengo que darle una limpiada.” Alba se detiene, baja los brazos. Alba mira quieta su imagen en el espejo y escapa unas palabras de su boca: “No tengo para cigarros. Nadie va a venir.” El espejo y Alba se contemplan como siempre lo han hecho, como siempre lo hicieron y como siempre lo harán hasta que cada uno se agote en su reflejo.

Gustavo Martínez Contreras