10 April 2013

¿Aló?



Primero los teléfonos públicos dejaron de ser gratuitos. Un día costaron 10, 25, 50 centavos por llamada. Después, otro día, un señor inventó y popularizó los teléfonos móviles, alienando más a los teléfonos que ya no eran tan públicos y que ahora hasta le estorbaban a los peatones que caminaban por la calle escribiendo mensajes de texto o haciendo llamadas en sus móviles para hablar de sus gatos, de su comida, de sus molestos hijos, de todo menos de los teléfonos públicos.

Como estorbaban a todos, los movieron a un rincón en el que nadie los notaba. No hubo más llamadas de pueblos extraños. Dejaron de timbrar en medio del bullicio seguros de que alguien se acercaría a contestar. Cejaron los adictos de buscar monedas en sus charolas para el cambio. Ya no había muchachos pintando graffiti o dejando mensajes eróticos en sus cabinas. Todo eso eran puras nostalgias para los quietos teléfonos que antes estaban en las esquinas.

Una noche, mientras la joven rubia de gafas oscuras coqueteaba con alguien en su teléfono móvil, mientras un hombre gordo pedía por su móvil pizza y comida china con sodas extragrandes para él solo, mientras una mujer le rogaba a sus molestos hijos al otro fin del móvil que volvieran a casa e hicieran su tarea, esa noche, los teléfonos decidieron que era suficiente.

Ya lo habían discutido antes. El momento, o la determinación, había llegado. En su rincón de esa esquina, los dos decidieron que era hora de escapar. Contaron uno, dos, tres y brincaron de sus ganchos. Pensaban que esa caída libre, que ese aire peinando sus auriculares era el principio de otra vida. Ya habían imaginado que tan pronto cayeran recorrerían las calles y se reirían de las personas atadas a sus celulares.

Eso iban pensando cuando quedaron suspendidos en el aire, la acera apenas un metro más cerca que antes. Oscilaron. Voltearon hacia arriba, de donde venían. Ahí estaba la ranura de las monedas con la boca abierta pero callada. Vieron el teclado y cada cuadrito y cada número y al asterisco y al signo de gato quietos, en silencio total, estoicos. Sintieron la vibración continua del tono de marcar. Siguieron el recorrido con la mirada y fue ahí que encontraron el cable que los ataba al resto del aparato. La oscilación se hizo lenta y corta hasta que ambos quedaron quietos colgados del cable. El intermitente tono de ocupado pulsaba en ellos. Tras unos minutos, que usaron para recuperarse del mareo y acostumbrarse al "¡tut! ¡tut! ¡tut!" timbrando en sus cabezas, hablaron. Pensaron en qué hacer. Encontraron lo que creyeron sería la mejor solución. Ambos acordaron que lo mejor era esperar a que un día alguien los devolviera a su lugar.