26 July 2007

El hombre y su dios

Debajo de las piedras había un hombre inventándose un dios a cada rato. Todos los días se levantaba y cargaba su piedra de un lado a otro de la calle en peregrinación y evangelio. Nunca regresaba al mismo lugar. Atrás dejaba su labor, su mensaje. Estaba seguro de que quien lo hubiera escuchado habría entendido lo que sus palabras, que no eran suyas, según decía, quisieron decir. Como a eso de las 10 de la mañana, después de haber desayunado pasto o alguna hormiga, luego de beber de alguna gota de rocío pegada a la hierba, se sentaba por horas a pensar y a rezar en ese dios inventado. Seguro estaba de que ese ser supremo lo había creado todo. A veces escribía las palabras que decía escuchar en su voz. Cada enunciado que manaba de su respirar era siempre atribuido a la palabra de su señor. Sus frases, o iluminación, como él mismo la llamaba, poco se comprometían con lo tangible, siempre dándole la vuelta a las cosas. Decía que habría un tiempo en que nosotros los perdidos seguiríamos las enseñanzas de quien él dice es un señor bonachón y travieso.

La roca nunca le pesaba. Él decía que el "Siempre Presente" se la dio para que aprendiera a amarlo. En ciertas fechas, no recuerdo cuáles, este diminuto hombre que vive debajo de las piedras inventándose un dios a cada rato se laceraba la espalda con hierbas secas por esa fe ciega que le tenía a quien él llama Padre. Yo llegué a pensar que estaba cegado, que una de esas piedras que cargaba le ha caído más de una vez en la cabeza y por eso no veía las cosas como son. Claro que nunca le dije eso. Yo sólamente le saludaba cada que lo miraba atravezar la calle o salir de entre las piedras para orar al cielo. Había veces en las que siendo presa de la aburrición me ponía a escuchar sus oraciones, misterios y plegarias a ese ser que lo sabía todo. Él esperaba que todo pasara según la voluntad de eso más grande. No escuchaba de razones y entendimientos porque, él decía, aquello que todo lo puede no se mide con lo que ha hecho sino con lo que está siempre por venir.

Una mañana de la semana pasada lo pude ver. Sin querer pateé una roca de cantos redondos y precisos, una piedra de agua, mientras caminaba a la vuelta de mi casa. Para mí todas las piedras se ven iguales. Él estaba ahí, debajo; quizás dormido. Se espantó de los pies a la cabeza. Dio un brinco y se sacudió todito. Quiso correr, alejarse y voltear a verme al mismo tiempo. Por no mirar el camino de su huída tropezó con una semilla que alguien habría tirado en la banqueta. Yo me quedé ahí. Frío. No moví un dedo. Las nubes avanzaban otro tanto encima de nosotros. Distinguí bien su cara de horror. Así, con ese rostro apesumbrado, se fue arrastrando hasta llegar a un montoncito de polvo y hojas secar que estaba a un paso de distancia. Respiraba agitado. Su pequeño pecho se hinchaba con cada bocanada. Volteó a mirarme con el corazón brincándole en los ojos y el pescuezo. Tenía sangre en sus manos y rodillas. Quise ayudarle a llegar más rápido, pero entendí que no debía hacerlo. Me quedé ahí, frío. Él se metió debajo de una hoja seca que se fue volando con el viento. Ahora ya no pateo las piedras, piso las hojas secas y amarillas. Me gusta oirlas resquebrajarse.

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