21 March 2007

Escrito sin título y publicado un día de hace unos cuatro años en una revista chilanga

Domingo de Ciudad de México. Cayendo sobre calles, casas y árboles, el sol se brinda en las postrimerías de la tarde. Es 1984 (¿coincidencia forzada? Sólo para los iniciados). Llevo cuatro años de vida, pero ya hago uso de alguna conciencia escueta y memoria vaga. Aunque ya hubo alguien que me dijo que los recuerdos de la infancia son sólo imágenes que fuerzan los padres en nosotros o aglomerados de diferentes experiencias repetidas. Pero ahí no estaban mis padres.

Era la Colonia Pensil, calle Lago Gran Oso, en dónde mi primo, Alejandro, recién termina de lavar su Valiant ’79 rojo con blanco. “Dancing with myself/ I’ma dancinin’ with myself”, nos decía el Billy Idol que cantaba en Rock 101 y Alejandro pasaba el trapo sobre el cofre del auto como Karate Kid encerándole y puliéndole las naves y el piso al señor Miyagi. Yo lo miro y pienso que algún día estaría chido ser como él: puro rocanrol y lo bastante suave para dejar a sus primitos cotorrearla con él. A mi lado está Edgar, mi carnal, vestido con una playerita de los vaqueros de Dallas y un Levi’s de mezclilla azul. Se divierte jugando con sus manos, sin saber que hay más vida por vivir, libros por leer, que un día se va a ir de la casa y otro día iba a ser doctor, y otro el “Cuatro Caminos” para sus compañeros de celda.

Cuando el “Spanky” termina de pasarle la franela a la nave, nos mira sonriendo perverso y brillante. “Trépense”, Alex dice. “Vamos a darnos un volteón con la banda”. Mi carnal y yo respondemos de volada con todas las ganas de explorar ese “no te juntes con tu primo” que siempre repetía mamá. La máquina se enciende, se abre la puerta y salimos tendidos por todo Legaria hasta Tacuba, mientras AC/DC nos lleva derechito al infierno. Unos metros después nos incorporamos al Circuito Interior con rumbo a Clavería, en Azcapotzalco. Agarramos la salida a avenida Invierno donde nos clavamos a la lateral, para, unos metros después, dar la vuelta a la izquierda. Justo en la tercera cuadra, casi en la esquina, el “Spanky” detiene el auto y me dice que le grite bien fuerte al “Willy”. Pasa poco para que chiflido descienda hasta nosotros. “Ya estuvo,” dice el “Spanky”, metiendo la reversa para acomodar el carro. Volteo a ver mi hermano, está dormido y tirando baba en el asiento. Mi primo no hace mucho por despertarlo: lo saca del carro, lo carga con el brazo derecho, entra a la casa y sube con Édgar jetón.

En la azotea nos esperaba el “Willy”. “¿Qué paso, pinche Spanky? ¡Con que sonsacando a los monstruos del hogar, eh! Pinches chavitos van a ser bien alivianados”, dijo Willy, mientras entrábamos al cuarto de la azotea. En las paredes había recortes, posters y portadas de discos de Van Halen, Led Zepellin, Black Sabbath, Willie Chirino, Ruben Blades y algunas mamacitas de calendario de mecánicos. Yo jugaba a asomarme por las ventanas y Édgar despertaba sin saber dónde estaba. El humo comenzó a nublarlo todo. Creo que era mariguana, pero no sé.

Toda esa tarde de calma se iba coloreando y sazonando con lo mejor de la salsa tropical que tocaba el sonido de Amistad Caracas. El rock entró justo al caer la noche. Es domingo y hay que vivirlo. Yo no quiero despertar. Quiero quedarme ahí, entre las nubes de ruidos placenteros. Son deleites alivianados que me llevan más lejos de todo. Entro a un mundo de espirales psicodélicas y olores penetrantes. Soy enganchado por el poder de Judas Priest. No parecía haber mejor banda. No parecía haber mejor tiempo. Cierro los ojos y siento que un sudor corre por mi pequeño y agitado cuerpo. Siento que algo dentro de mí quiere salir. Golpe tras golpe mi pecho se siente reventar. El galopante corazón irradia su vital rocío a todo mi sistema. Estoy demasiado alterado. Mis venas se llenan y se vacían a cada paso del segundero. Los vapores que me envuelven se tornan intensos y no permiten que me suelte. Y quiero seguir. No sé a donde voy. Recorro un limbo en donde suenan, a la distancia, rolas de U2, Depeche Mode, The Cure, David Bowie y la Maldita Vecindad. Brinco en el tiempo. Todo da vueltas en colores rojizos y en nublados tóxicos obscuros. Avanzo de manera vertiginosa; comienzo a irme de cada uno de mis sentidos. Soy el escupitajo de una saliva sabor chicle motita. Me rozan los rastros del tiempo que atrás dejé. No temo; quiero enfrentar a lo que venga. Estoy listo para cualquier cosa. Mis brazos de niño roncarolero serán las armas de mi defensa. Sé que está por llegar. La espiral me empaca. El tubo se hace más y más angosto. Sus paredes queman sin herir. Mi liviano andar se torna lento hasta que finalmente me detengo en lo más estrecho.

Volteo. Veo al silencio, y detrás de él una densa cantaleta se me deja venir con fuerza, “Capitán, fue por culpa de ese tonto capitán”, gemía Claudio Yarto y su pandilla de Caló. El golpe sólo es una luz que introduce al “Ice, ice, baby” de Vanilla Ice. Cuando todo eso que también me formó ha desaparecido, comienzo a pensar que no habrá nada más. Pero, uno o tres instantes después... De algún lugar que no conocía comienza a acercarse un susurro que toma forma en un instante. Tom Verlaine hace sonar su guitarra y el grupo Television deja caer su Luna teatral sobre mis huesos. Cadillacs en panteones, en días y noches en que los truenos revientan contra ellos mismos. Un hombre que me habla del ser y del estar. “Sin sonreír, sin llorar,” me dice con la voz de vos.


No habrá más besos de la muerte, y jamás desearé esos abrazos de la vida. Todo pasa en paquetes de soles que vagan por la noche y que chocan, uno a uno, contra mi frente que suda toda mi infancia. El resplandor de todo ese sueño me apabulla, me rompe, me rasga, me quiebra, me forma en otro barro, en miles de maíces. De pronto, de pronto nada. Vuelvo a salir y lo veo todo. Es de noche cuando despierto en la calidez del verano Juarocho. Han sido un par de años desde que me salí de mi rincón en Naucalpan. Nada será igual que antes. Alejandro es una abogado penalista en el DF. Mi hermano estudia medicina y juega con el tiempo. Todo lo veo desde la cara que nunca me dijeron que visitaría. El cielo comienza a deslavarse y es tiempo de abrir los ojos. Me levanto con una extraña energía que pensaba haber dejado atrás. Mientras me incorporo del frío mosaico del piso, me doy cuenta de que una vez más se le hizo tarde a mi alarma. Sus números rojos dicen que son las seis de la mañana menos dos minutos. Y ya nada es igual. Son un par de pasos los que doy hacía la silla que uso para abultar la ropa sucia y otros trapos. El despertador comienza a sonar mientras me dirijo a la puerta del cuarto. Son las 6 de la madrugada. Eso es una vil mentira. Mi madre me enseñó a adelantar la hora en esos aparatos por lo menos 30 minutos, por eso de las sorpresas catastróficas (Colisiones de aviones en edificios o golpes de estado patrocinados por la CIA). Pasa el par de minutos que complacen a mi instintivo engaño y es 95.5, KLAQ, una estación de rock local, la que suena a todo volumen. Dan los buenos y americanos días y se van a canción, es Judas Priest quien rompe toda ley y me provoca una mordaz sonrisa. Tomo mi toalla, apago la radio y me dirijo a la regadera. Tengo mucho que escribir, y mucho más que leer.


Hasta el momento de terminar esta alucinación me encontraba en un estado muy raro. Hay días en los que me siento vacío. Casi puedo ver lo rojo de los músculos y la sangre contrastando con el blanco de los huesos. Todo tiene un resplandor especial, pero no hay nada que lo llene y le dé vida. Es como verse muerto desde adentro. Es muy feo sentirse así. Tengo la incertidumbre de estar dando el último paso a cada instante. Pero todo pasa con la medicina de la vida. Unos se curan y otros dicen ya no más. Y mientras sigo en esto me pongo a escuchar unas buenas rolitas. He tenido mis dosis de Genesis, Rush y Can. Pero de eso poco puedo hablar. De vez en cuando me quedo en el primer minuto, perdido. Los 19 minutos restantes me quedan para aterrizar sin daños “aparentes”. Cuando se me pasa el viaje ese me gusta digerir algo más mundano. UNKLE me puede entretener mucho últimamente, en especial “Lonely Soul”. El viaje es sencillo y directo. Sueños para ambos, tú y tú, tomados de la mano, volando sobre la muerte, caminando la vida. Y así nos alejamos todos, sin secretos ni fórmulas de nombres inventados. No he encontrado nada nuevo que me provoque. Radiohead me atrapa siempre con cualquiera de sus discos, menos el Pablo Honey. No es que no me guste. No lo tengo. Le he dejado de dar vueltas al Hail to the Thief. Siempre pasa lo mismo. Creo que decido darle un descanso a las cosas para después encontrarles el verdadero saber que cargan. Es como si lo extrañara.

1 comment:

Anonymous said...

¿Por qué no te conocí antes? ¡ASH!