05 April 2007

La Gota Gorda

“Entonces preguntó quién quería decir su tarea; y nomás El Pin levantó la mano.” “El Pin… ¡ah, ya ni me acordaba de ese güey!… ¿Y qué dijo?” “Pues comenzó con que ‘en el atletismo, profesor, las diferentes pruebas de relevos son: el relevo 4x100, 4x400, 4x800 y los relevos australianos’”. Mientras los dos hombres estallaban en una risa que sonaba por toda la calle, la sombra de las 11 de la mañana en la esquina de Escobedo y Río Bravo se derretía en la luz del sol de junio que quema cada año el desierto en el que se encuentra la ciudad. “¿A poco dijo eso el muy animal?” “Te digo, ese se aventaba cada estupidez que a veces no dabas crédito, me cae”. “¿Y qué fue de él?” “No sé. Me acuerdo que se salió de la secundaria pa’ irse a Topika a trabajar en la carne, ya te la sabes, carnal”. “¿ En las empacadoras que están allá, o qué?” “No, no. Se hizo padrote de su prima Rocío y una de sus amigas. Los tres se fueron p’allá”. “¡Cómo eres cabrón, güey!”, dijo y chisgueteó algo quiso ser una risotada. “No, no te creas. Creo que si se fue a uno de esos mataderos. Dicen que pagan bien por ese jale”. “Pues eso no sé, camarada, porque también dicen que’s mucha chinga y pues uno acaba gastando los dólares que le pagan. Pero lo que sí sé es que ya se nos vino encima el sol y el calor está canijo”. “Si, mejor le gano por una soda”. “¿Qué, ya no pisteas?” “No, el doctor me dijo que ya le parara”. “¡Uy, pues a ver cómo le haces! Apenas comienza el calor”. “Ya ni me digas. Mejor me voy antes de que caliente más”. Se despidió apretándole la mano a su amigo. Caminó por la calle asoleada. Lo vieron pasar frente a la peluquería; siguió caminando y miró hacia dentro de la casa de empeño buscando a la valuadora que recibe a los piadosos, pero sólo se topo con la mirada modorra del policía parado detrás del cristal de la puerta; se pasó la mano por un costado de la cara; frotó su frente: Secó el sudor que ya corría por su cuello, bajaba por su espalda y hacía que se le pegara la camiseta al cuerpo cuando apenas había caminado unos metros. Buscó una sombra al otro lado de la calle, pero el sol y su calor ya pegaban en todos lados y lo único de sombra se daba debajo de los coches estacionados. “Ni modo de arrastrarme”, se dijo. “¿Tiene sodas bien frías?” “Nomás manzanas, la coca acaba de llegar”. “Tsss… Yo quería… no ps… ps deme una manzana. ¿Y si está bien fría?” “Sí, sí... tán heladas. ¿Algo más aparte’e la manzana, oiga?” “Este…” “Don Javier, buenos días. ¿Tiene lonches?”, dijo la voz de mujer que entraba a la tienda. Volteó buscando a la que hablaba. Era la chica de la casa de empeño. Con la mano se secó el sudor de la cara y el cuello cuando la vio paradita ahí en la puerta. “Mira nomás”, pensó. Se hizo a un lado para darle lugar frente al mostrador. La miró casi con miedo. Respiró profundo y lento, sin querer que su nariz chueca silbara como cada vez que se ponía nervioso. Ella no volteó a verlo. “Si, si tengo. Los acabamos de hacer”, le respondió, para luego voltear a ver al hombre que ya sudaba a chorros. “¿Entonces nomás le doy una manzana? ¿No quiere una servilleta también para que se limpie el sudor?” “Este… sí… también, gracias”, dijo y se hizo como que estaba viendo las bolsas de fritangas y los tubos de galletas asegurados a una rejilla que colgaba de la pared a manera de anaquel para la mercancía. Tomó una de las bolsas y el crujido del plástico hizo que ella volteara a verlo finalmente. Fijó su vista en la camiseta sudada que se pegaba al cuerpo de aquel hombre y pensó que hasta podía oler lo amargo de su transpiración. “Éste cómo suda”, pensó ella. “Aquí está su manzana; bien fría”, dijo don Javier. “Ahora si, ¿cuántos lonches le vo’a dar, señorita?” “Dos... por favor”, dijo sin quitarle la mirada de encima al hombre que tomaba su bebida del mostrador y juntaba las monedas dentro del bolsillo de su pantalón. “Oiga, pero no me vaya dar unos que estén viejos porque con el calor ya se hicieron malos”. “¿Cuánto va a ser de la soda?” interrumpió el hombre. “Espérese”, lo cortó seco don Javier. “¿Los quiere con chile, señorita?” La chica de la casa de empeño salió de la tienda. Llevaba dos sandwiches de jamón con queso y en una bolsita tres chiles curtidos que don Javier le quiso regalar pero que ella, al final, luego de no ceder al embate, había pagado. “Se los dejo a peso cada uno; nomás porque usté no me deja ser atento”, dijo el tendero. “Hasta me da vergüenza cobrarle esos chiles”. Pero la mujer no dijo nada. Pagó y se fue. Salió a la calle y a ese sol de junio que quemaba y que hacía que al hombre aquel se le pegara la camisa empapada de sudor al cuerpo y que dibujaba en sus brillos y sus sombras las caderas amplias y redondas de la chica de la casa de empeño que caminaba hacia su trabajo y mientras caminaba con sus “lonches” de jamón y sus chiles de a peso cada uno por la calle, allá, afuera, don Javier pensaba adentro de su tienda lo “rica que se miraba esta muchacha en esos pantalones pegaditos”. Y se lo dijo a aquel hombre que sudaba a chorros y se empinaba la botella de su soda. Era como si su cuerpo se exprimiera solo. Se terminó su manzana. El último trago que le dio fue el más grande: quería apurarse para verla caminar antes de que se metiera a la casa de empeño. ¿Adónde? ¡Págueme la soda!” le grito don Javier. “Ahí le puse la feria... junto a la cosa esa de las paletitas...” “Aquí no hay nada”. “¡Cómo que nada! Ahí lo puse...” “Mire, no se quiera pasar de vivo...” “¡Me cae que ahí se lo puse!” dijo y se acercó al mostrador. “A lo mejor se cayó o algo”. “Mire, ahí hay una moneda de a peso”, dijo don Javier y señaló para la puerta. El hombre seguía sudando. Sentía más calor ahora. Su nariz comenzó a silbar: Shiiiii... Shiiiii. Seguro la chica de la casa de empeño las tiró sin darse cuenta, pensó. “A lo mejor la muchacha esta las tiró sin fijarse”, dijo don Javier. “Está buena la chingá’a, ¿qué no?” Se agachó a recoger las monedas. Tomó una por una mientras al suelo caían gotas-casi-chorros de sudor. Desde donde estaba, el señor de la tienda miraba el trasero de aquel hombre sudoriento que recogía monedas y le empapaba el piso. El hombre terminó de recoger las monedas y las puso en el mostrador. “Oiga, no me dio la servilleta”, le dijo al tendero, que sacó dos servilletas del estante de los chicles a su derecha. Estaba saliendo de la tienda y volteó a buscar a la mujer que le gustaba, seguro de que ya no la vería. El sol de algunos minutos después del medio día lo lampareó por completo. Se detuvo en la puerta queriendo acostumbrar su mirada a la luz. Su cuerpo seguía chorreando. “¡Qué calor hace!” dijo la mujer cuando regresó a la casa de empeño. El policía sólo la miró. Callado cerró la puerta que la mujer dejó abierta. Callado se guardó la invitación que le quería hacer para ir al cine y que callado se la había aguantado por ya casi tres meses. “Al rato le tiro el sable”, pensó, y se quedó callado y volvió a pararse frente al vidrio de la puerta, su reflejo sublimado con la calle y su sol que calcinaba allá afuera. Un hombre entró a la casa de empeño. Él se quitó para dejarlo pasar. Lo escuchó preguntar por “esas arracadas” y decir “mire, esa esclava tiene mi nombre; es de oro, ¿verdad?” “Si”, dijo ella. “¿La quiere ver?” “Sí, por favor”, contestó. “Y pásame también todo lo que está en ese estante, y no te pongas pendeja porque aquí te carga la chingada, nalgoncita”. Volteó. Y apenas lo vio la .38 especial, bala certera, le dio en un brazo, luego en una pierna, luego le atravesó la mano y le entró en el pecho. No sintió cuando cayó. Estaba ya en el piso. Ella gritaba. Él la miró sin entender, sin acordarse. La puerta se cerraba, él escuchó que se cerraba. Luego ya no supo lo que estaba escuchando. Se despegó la camisa del cuerpo, la sacudió un poco y hasta quiso exprimirla. Ya sus ojos se habían acostumbrado a la luz. “Nos vemos”, le dijo a don Javier, y caminó por donde había llegado, queriendo pasar por la casa de empeño para ver a la muchacha aunque fuera de lejos. Escuchó tres tronidos profundos y luego los gritos allá, no lejos, pero si como encerrados dentro de una caja de cristal. Se abrió la puerta de la casa de empeño y él se paró en seco cuando vio salir a un hombre caminando tranquilo con una pistola en la mano derecha, una mochila cargada de cosas en la espalda y una bolsita de plástico con un sándwich de jamón con queso y unos chiles curtidos en la mano izquierda. No había para dónde hacerse. Su nariz silbaba y se apuraba en una respiración sincronizada con retumbar del hueco que sentía justo donde comienza el pecho. La ropa le pesaba por todo lo sudado; no paraba de chorrear. El hombre armado caminó hacia él sin perderlo vista y el otro se quedó quieto. “Y a usted, ¿quién lo mojó?”, preguntó el armado cuando al tuvo al sudoroso a unos tres o cuatro pasos. “Eh... ps... yo sudo mucho”, contestó y se pegó a la pared. “No, no. Ahí quédese donde estaba”, dijo sonriendo, mientras se guardaba la pistola debajo de la camisa, fajándosela entre el pantalón y su piel. “Yo creo que usted me puede resolver una duda que tengo”. Se dio cuenta que ahora también las manos le sudaban. Eso nunca le había pasado. El silbido de su nariz era corto y acelerado. “¿Cuál duda?” preguntó queriendo no preguntar nada. Queriendo correr y queriendo no haber a comprar su soda porque el doctor no sólo le había dicho que dejara el alcohol sino también “las gaseosas”. Le dio risa cuando se lo dijo así. Le dio risa ir a la tienda y pedir “una gaseosa, por favor”, y sólo sentía como sus manos se amarraban en puños y las uñas de una semana sin cortar se encajaban en esas esponjas que soltaban el ’ultimo sudor que le quedaba. “¿Usté sabe cuáles son las competencias de relevos en el atletismo? Seguro que se acuerda de algo”, le dijo y volvió a sonreír. El alarido de una patrulla se acercaba cada vez más. Estaba a dos cuadras y luego a una y luego se siguió de largo porque aquí las patrullas están para no encontrar a nadie. Por eso él, muy tranquilo, volvió a preguntar. “¿Me ayuda a saber o qué?” “Lo...los relevos... ¿australianos?” La risa que estalló en él lo dobló para atrás y para delante. La pistola se le marcaba debajo de la ropa. Y el sudoroso lo miró pasmado, sin saber si reír o correr o volver a contestar la pregunta. El otro sacó la pistola cuando pudo contener su alharaca. “Mire”, le dijo, “si ve a alguien de los de la secundaria, dígales que El Pin los mandó saludar. Y ahora nomás deje le pongo un cachazo para que no lo crean sospechoso”. El Pin dobló la esquina y dejó atrás al sudoroso que se recargaba contra la pared, su camisa pegada al cuerpo de húmeda recibiendo las primeras gotas de sangre que le salían de la herida en la cabeza.

1 comment:

Anonymous said...

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